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miércoles, 2 de julio de 2014

Unas cuantas palabras sobre el ciclo de las ranas



01. Unos años atrás, cuando yo era joven y no había leído aún a Sigfried Lenz ni a Arno Schmidt -y, por el caso, tampoco a Kurt Tucholsky, a Karl Valentin o a Georg C. Lichtenberg; más aún, todavía no había leído a Jakob van Hoddis, a Kurt Schwitters o a Georg Heym, al desafortunado y triste Georg Heym- y pese a todo quería convertirme en escritor, viví bajo el escritor argentino vivo. Esta afirmación no es metafórica, afortunadamente. Yo no viví bajo el escritor argentino vivo de la misma forma en que los escritores argentinos viven los unos bajo la influencia de los otros y todos bajo la influencia de Jorge Luis Borges, sino que realmente viví bajo el escritor argentino vivo y fui su vecino y el depositario de un misterio pueril que tan sólo iba a interesarme a mí pero iba a cambiarlo todo.

02. Naturalmente, yo no sabía que iba a ser vecino del escritor argentino vivo antes de convertirme en su vecino; yo simplemente estaba buscando un piso y un amigo que solía pasar largas temporadas fuera de la capital había accedido a prestarme el suyo, que estaba en un barrio de una ciudad en la que yo no iba a vivir mucho tiempo de todos modos. Yo me había hartado de la ciudad de provincias donde había nacido y había decidido irme a la capital; allí, pensaba, podría estar cerca de las cosas que me interesaban y lejos de las cosas que no me interesaban o simplemente en otro sitio, con otros rostros y con calles de nombres diferentes o distribuidas de otro modo y donde quizás pudiera existir una persona con mi nombre que pensara de otro modo e hiciera las cosas de otra forma tal vez más satisfactoria.
Naturalmente también, en esto yo tampoco era nada original, puesto que la vida literaria de ese país consistía principalmente en jóvenes provincianos que aspiraban a convertirse en escritores y recorrían todo el camino desde las tristes provincias hasta la capital y allí malvivían y nunca enviaban cartas a sus familias y a veces volvían a las provincias y a veces se quedaban y se convertían en escritores capitalinos de pleno derecho, es decir, en escritores que sólo escribían sobre la capital y sus problemas, que pretendían pasar por los problemas de una ciudad pobre del sur de Europa y no por los de una capital latinoamericana, que es lo que aquella ciudad realmente era. Uno de esos problemas -aunque, desde luego, uno de los menos importantes- eran los propios escritores de provincias, que solían visitar los talleres literarios de otros escritores de provincias que hacía tiempo habían llegado a la capital y ya no eran escritores de provincias o fingían no serlo, o escribían en pensiones cochambrosas o en las casas que compartían con amigos, provenientes por lo general de las mismas provincias, y después trabajaban en tiendas o en estancos o -si eran afortunados- en librerías, casi siempre en horarios ridículos que acababan impidiendo que pudieran dedicarse seriamente a escribir, con lo que, tarde o temprano, los escritores de provincias terminaban odiando la literatura, que practicaban con la lengua afuera, escribiendo en autobuses repletos o en el metro, porque ésta les robaba unas horas de sueño imprescindibles para aguantar a sus jefes y a los clientes y al clima y a los largos viajes en autobús o metro, y porque ésta siempre parecía estar un paso más allá del sitio donde ellos habían llegado; siempre daba la impresión de que los escritores de provincias iban a alcanzar la literatura en su siguiente relato o en su próximo poema, que estaban a las puertas de un descubrimiento que, sin embargo, los escritores de provincias no estaban en condiciones de realizar porque, lamentablemente, para escribir se necesita haber dormido al menos seis horas y tener el estómago lleno y, en lo posible, no trabajar en un estanco. Más aún: uno puede escribir maldormido y con un hambre atroz, pero nunca trabajando en un estanco; es triste pero es así.

03. Un día, el día de la mudanza, yo cargaba dos cajas con libros con una mano mientras con la otra intentaba encajar la llave en la cerradura de la puerta principal del edificio cuando vi que la puerta cedía y que, del otro lado, abriéndola sólo para mí, estaba el escritor argentino vivo. El mejor escritor argentino vivo me hizo pasar y llamó al ascensor por mí y me preguntó si yo era el que iba a vivir en el cuarto y yo dije que sí y él dijo su nombre de pila y yo dije el mío y él dijo que él vivía en el quinto. Después llegó el ascensor y él abrió la puerta por mí y yo le di las gracias y me lancé dentro con mis cajas como si tuviera alguna urgencia por alejarme del suelo y aún, antes de que el ascensor se elevara, sentí un escalofrío al pensar que el ascensor no iba a funcionar, que no iba a despegarse del suelo como si tuviera goma de mascar en los zapatos, y las puertas se iban a abrir y yo iba a volver a encontrarme cara a cara con el escritor argentino vivo sin saber qué coño decirle o diciéndoselo todo: mi nombre, mi edad, mi jodido grupo sanguíneo y mi admiración incondicional por él.

04. Mi situación era relativamente diferente a la de los escritores de provincias que llegaban regularmente a la capital como ese tipo de insectos que toman por asalto un cadáver y se lo comen y luego ponen larvas en él y de ese modo obtienen algo de vida de la muerte. Yo no había dejado ningún cadáver detrás de mí, tenía algo de dinero y algunos encargos -yo era periodista, un periodista relativamente malo pero requerido, por alguna razón- y además tenía un sitio donde dormir. Una casa, yo suponía, en la que escribiría mis primeras obras realmente cosmopolitas, insufladas por un aire que, yo creía, sólo soplaba en la capital que, por otra parte, se jactaba de la calidad de ese aire. Naturalmente, yo era un imbécil o un santo.
En aquella época yo escribía relatos más bien ridículos, relatos torpes y tristemente ridículos. En uno de ellos, un barco se incendiaba frente a las costas de una ciudad y los pobladores se reunían para contemplar el espectáculo y no hacían nada para ayudar a los tripulantes porque el espectáculo era muy bello y entonces el barco se hundía y los tripulantes morían, y cuando el único sobreviviente del desastre conseguía llegar hasta la costa y pedía ayuda, los habitantes de la ciudad lo apaleaban por arruinarles el espectáculo. En otro aparecía un caballo al que vestían como un hombre para que le permitieran viajar en un tren; parte de su educación tenía lugar durante ese largo viaje en tren, y cuando éste llegaba finalmente a su destino, el caballo -que, de alguna forma, había aprendido a hablar-exigía que a partir de ese momento lo llamaran «Gombrowicz» y se negaba a ser ensillado; sigo sin entender qué quería yo decir con eso. También había escrito una historia sobre un tío que invitaba a una excursión en el campo a una chica que le gustaba pero la chica cambiaba continuamente la sintonía de la radio del coche y comía con la boca abierta y hacía cosas que al tío lo llevaban a pensar que él nunca iba a poder declarársele y que quizás era mejor así y creo que al final todos morían, en un accidente o algo por el estilo. En ese relato yo había puesto a prueba mis talentos para la comparación y el símil; había escrito cosas como «él y ella no se habían visto nunca. Eran como dos tiernas palomas que tampoco se hubieran visto nunca» y «el bote se dirigía apaciblemente hacia el remanso, exactamente como no lo habría hecho un coche conducido por un chiflado que enfila a ciento treinta kilómetros por hora hacia un grupo de niños que están frente a las puertas de un colegio público». Ésas eran las cosas que yo escribía: en ocasiones ciertas personas infieren una relación unívoca entre la capacidad imaginativa y la calidad de la ficción pero omiten el hecho de que los desbordes imaginativos pueden tener consecuencias catastróficas para la calidad de lo que se escribe, y sin embargo, esa capacidad imaginativa es imprescindible en los comienzos de todo escritor, le alientan y le sostienen y le hacen creer que sus errores son aciertos y que él es o puede ser un escritor. Bueno, yo tenía demasiada imaginación por entonces.

05. A los pocos días de estar en la casa de mi amigo había descubierto varias cosas, una de las cuales era que quizá yo no iba a escribir mis primeras obras importantes en ese sitio. Aunque el problema no era realmente el sitio sino la biblioteca de mi amigo: yo abría un libro al azar y leía una página o dos y quedaba completamente desmoralizado por el resto del día; procuraba alternar una vieja máquina de escribir que había encontrado en un rincón y cuyos caracteres me gustaban mucho y la escritura a mano, pero a veces me sentaba a sacar punta a los lápices hasta que surgiera alguna idea y pensaba y pensaba y cuando volvía la vista descubría que el lápiz que acababa de sacar de su caja se había reducido al tamaño de una uña y que a mi alrededor flotaba la viruta del lápiz, madera vuelta una y otra vez sobre sí misma, como las historias que yo había querido escribir y no había escrito. Apenas unos días después de haber llegado a esa casa, ya no quería escribir; de hecho, ni siquiera lo intentaba ya. Era como si supiera que había perdido el tiempo en la estación y el tren había pasado y yo ahora tenía que caminar hasta el jodido fin del mundo, para llegar allí con los pies destrozados y descubrir que hacía rato que todos se habían ido y habían dejado sobre la mesa la cuenta sin pagar y unos cuantos platos sucios que yo iba a tener que fregar en la cocina para cancelar la cuenta.

06. Un día, cuando procuraba abrir la puerta del ascensor sin soltar las bolsas de la compra, me alcanzaron en la recepción un niño que yo nunca había visto antes y el escritor argentino vivo. Una vez más, yo volví a pensar en él y en sus libros y me quedé inmóvil en un rincón del ascensor: aquél era el mejor escritor del país, alguien cuyos libros yo había leído y vuelto a leer y me había ofrecido inspiración y consuelo en épocas que yo no quería recordar. Era el escritor cuyos libros yo corría a comprar tan pronto como salían o que robaba de las librerías sin ninguna mala conciencia, convencido de que la buena literatura no tenía precio pero que, si lo tenía, era mejor que no lo tuviera para mí, que no tenía dinero propio y caminaba muchas horas por día para ahorrarme los billetes de autobús. El escritor argentino vivo había publicado en primer lugar un libro de cuentos que yo había leído en el momento de su aparición y había sido muy importante para mí porque antes de ese libro yo no sabía que se podía escribir así; por entonces todo daba la impresión de que nadie sabía que se podía escribir así excepto el escritor argentino vivo, quien, además, ocupó durante un tiempo las listas de los más vendidos, tuvo novias guapas y fue amigo de estrellas de rock. Después de ese libro vino otro, y después otro más; cada uno de ellos estaba presidido por una eficacia que era casi obscena para todo aquel que no pudiera acceder a ella, y supongo que eso no ponía las cosas muy fáciles para él. El escritor argentino vivo llevaba peinados raros y era bueno, era muy bueno, y a los demás nos quedaba insultarle en silencio y pensar en formas absurdas de ponerle un límite a ese talento y a esa prodigalidad y, secretamente, aprender de ella; ambas cosas no son contradictorias en la literatura, cuyos aficionados a veces son como aprendices de brujo, que quisieran aprender todos los trucos del mago más sabio pero, al mismo tiempo, desean fervorosamente que al mago le estallen los trucos entre los dedos, que la mujer serrada acabe así sus días, que las palomas le arranquen los ojos a los conejos en el interior de las galeras, lo que sea. Ése es el gran juego de la literatura, y es el juego que jugaba el escritor argentino vivo y el que jugábamos todos nosotros, cada uno a su modo, pero que no quitaba nada al hecho de que los libros del escritor argentino vivo habían recibido críticas excelentes y el escritor argentino vivo ahora era traducido a otros idiomas y gozaba de esa forma modesta de la fama que tienen los escritores y que ahora sé que es como esos árboles que uno ve en las estepas o en los páramos o en las zonas desérticas y que allí donde arraigan, en su poco numerosa existencia, lo hacen hundiéndose fuertemente en la tierra. Así se había hundido en mí el escritor aquel que ahora me abría la puerta del ascensor y me preguntaba cómo me encontraba en la nueva casa; cuando iba a responder una formalidad, el niño dijo: Mi papá me va a comprar un camión cuando sea grande, y los voy a atropellar a todos. Yo sonreí y las puertas del ascensor se abrieron y me escabullí del ascensor y el escritor cerró la puerta detrás de mí y me hizo una seña con la mano; pero yo no entendí si esa seña era un gesto de despedida o una indicación de que me detuviera. Un bote de mermelada de fresa cayó al suelo mientras forcejeaba con la cerradura de la puerta del piso de mi amigo y dejó un rastro rojo en el suelo como el testimonio de que una virgen acaba de dejar de serlo.

07. Una noche, tal vez la tercera o la cuarta que pasé en aquel piso, mientras me preguntaba si algún día iba a escribir algo en esa casa, escuché ruidos en el piso de arriba. Era el sonido de pasos que iban de una habitación a otra de un piso que, claramente, era mucho más grande que el mío. Yo me quedé allí absorto, escuchando esos pasos como si fueran los pasos más interesantes y misteriosos que yo hubiera escuchado jamás. Mientras pasaban los minutos, los pasos seguían un ritmo irregular, muy diferente del ruido que hacen las casas nuevas para adaptarse a nosotros en un esfuerzo casi físico: se detenían por momentos y, cuando pensaba que ya no iba a escucharlos más, volvían a recorrer toda la superficie de mi techo y detenerse en un punto y de inmediato continuaban o se detenían por un largo rato. Al escucharlos pensaba que estaba accediendo a la intimidad de una persona de la que yo no sabía nada al tiempo que, en cierta manera, lo sabía todo -es decir, en la intimidad de alguien sobre cuya vida yo no sabía nada pero al que conocía por las obras de su imaginación como a pocos- y me sentí avergonzado por esa intromisión involuntaria en su vida y, para no escuchar más sus pasos, encendí la televisión que estaba a los pies de la cama y me puse a mirar un filme que mi amigo había dejado en el interior del reproductor de vídeo.

08. En el filme, un joven padecía un accidente trivial y debía pasar algunos días en el hospital; al regresar a su casa, por alguna razón, creía que su padre era el culpable de que él hubiera sufrido aquel accidente y comenzaba a perseguirlo, observándole desde lejos y manteniendo siempre la distancia. El comportamiento del padre no daba señas de ser peligroso, pero el hijo, que lo observaba a la distancia, lo interpretaba de esa manera: si el padre entraba a una tienda y se probaba una chaqueta, el hijo pensaba que se trataba de la chaqueta con la que -puesto que el padre jamás usaba ese tipo de prendas- pensaba disfrazarse para perpetrar su crimen. Si el padre consultaba un catálogo de viajes en la peluquería, el hijo suponía que estaba buscando un sitio donde escapar tras haber consumado el asesinato. En la imaginación del hijo, todo lo que el padre hacía estaba vinculado a un asesinato, a uno solo, que el hijo creía que iba a cometer y, puesto que el hijo amaba al padre y no quería que éste acabara en la cárcel -y, como además creía que la víctima del crimen del padre iba a ser él-, comenzaba a tenderle trampas para disuadirle de cometer el asesinato supuestamente previsto o para impedirle su ejecución. Escondía la chaqueta, quemaba el pasaporte del padre en el lavabo o destrozaba las maletas a navajazos. Al padre, estos percances domésticos que no podía explicarse -su chaqueta nueva había desaparecido, también su pasaporte, las maletas que había en la casa estaban rotas- lo sorprendían pero también lo irritaban. Su carácter, habitualmente jovial, se agriaba día tras día, y algo que no podía explicarse, algo difícil de justificar pero al mismo tiempo tan real como un aguacero inesperado, le hacía sentirse perseguido por alguien. Cuando iba camino del trabajo, miraba obsesivamente los rostros de los pasajeros del vagón de metro en el que viajaba, si caminaba se daba la vuelta en todas las esquinas. Nunca veía al hijo pero éste sí le veía y atribuía su nerviosismo y su irritabilidad a la ansiedad que provocaba en él la proximidad de su crimen.
Un día el padre le contaba al hijo sus preocupaciones y éste lo disuadía. No te preocupes, es tu imaginación, le decía, pero el padre seguía nervioso y excitado. Esa misma tarde, durante una de sus persecuciones de rutina, el hijo lo sorprendía comprando una pistola. Al llegar a la casa esa noche, el padre mostraba el arma a su mujer y a su hijo pero entonces tenía lugar una discusión. La mujer, que dudaba desde hacía tiempo de las facultades de su marido, quería arrebatarle el arma, había un forcejeo al que el hijo asistía sin saber qué decir hasta que soltaba un grito y se interponía entre ellos procurando arrebatarles el arma. Entonces la pistola se disparaba y la madre caía muerta. Al bajar la vista, el hijo comprendía que su intuición había sido correcta al tiempo que errónea, que había previsto el crimen pero no había sido capaz de imaginar que no era él quien iba a ser la víctima del crimen, más aún, que el autor del crimen sería él y no su padre, y que éste iba a ser apenas el instrumento de una imaginación desbocada y que no le pertenecía y todo iba a ser la acumulación de unos hechos reales, profundamente reales, pero malinterpretados. Como mi amigo había grabado el filme de la televisión, cuando éste terminaba venían anuncios de yogures y de automóviles, y esa noche las luces de esos anuncios estuvieron pegándose a mi rostro hasta que acabó la cinta.

09. A la noche siguiente volví a escuchar los pasos del escritor argentino vivo sobre mi cabeza y poco a poco comencé a atribuir esos pasos a las que yo creía que eran las rutinas de todo escritor: levantarse para coger un libro de las estanterías, sentarse, hojearlo, volver a ponerlo en su sitio, escribir, ir a buscar una taza de café, beberla de pie en la cocina, regresar, seguir escribiendo. Ahora sé cómo lo hace el escritor argentino vivo, me dije: el mejor escritor argentino vivo no duerme y se pasa toda la noche escribiendo, pensé, y la observación de esa rutina me llevó también poco a poco a preguntarme qué sentido podía tener. El escritor argentino vivo ya era prestigioso y tenía un público lector relativamente grande y sobre todo fiel y él era proustiano, en el sentido de que era principalmente un estilista y su estilo ya estaba completamente formado y él podía dedicarse a salir de copas o a ver filmes franceses en los que no pasa nada o a hacer bolillos o a cualquier otra cosa que hagan los escritores cuando no están escribiendo. Me pregunté si el escritor argentino vivo no escribía principalmente para sí mismo porque eso era lo que lo convertía en un escritor y no en cualquier otra cosa, por ejemplo en alguien que escribe o que repara coches o lleva niños al colegio, y me pregunté también cómo hacía el escritor argentino vivo para que la existencia de grandes libros escritos previamente por otros, libros tan jodidamente perfectos que yo jamás iba a poder escribirlos porque presuponían cosas como una buena educación previa y no pasar hambre ni frío y no haber crecido lleno de terror, para que la existencia de esos libros, digo, no le impidiese escribir los suyos. Entonces pensé que tal vez el escritor viera esos libros y a sus autores como ejemplos a seguir y demostraciones palpables de que la práctica incesante de la literatura podía salvarla de sus propios errores y de sus propios defectos y salvar así también a su autor, y esa certeza más imaginaria que real me acompañó y me acicateó y me hizo pensar que yo estaba perdiendo el tiempo, dando vueltas en la cama en lugar de escribir y de esa forma empecé a escribir yo también de nuevo: simplemente, cogí uno de los lápices raídos que estaba dando vueltas por la casa y comencé a escribir. No escribí nada particularmente bueno, nada que pudiera cargar conmigo montaña abajo y exponer a un pueblo que deambulaba por el desierto para que éste lo conservara consigo por generaciones, pero sirvió para poner una vez más la rueda en movimiento. Esa vez, sin embargo, había una diferencia, pequeña pero sustancial: había decidido escribir sin corregir y de la forma en que me habían dicho que no se debía hacer y hacerlo rápido y contra toda objeción, hacerlo contra la opinión general y contra el sentido común y hacerlo también por hacerlo, como lo hacía el escritor por las noches, sin pensar en mi triste condición de escritor de provincias y sin pensar en lo que alguien querría leer y sin ninguna intención de satisfacer su apetito.

10. Mientras estuve viviendo en aquel piso que me había prestado un amigo, los pasos del escritor argentino vivo resonaron sobre mi cabeza noche tras noche y yo, que no podía dormir -no tanto por el ruido de los pasos en sí, que no era demasiado, sino más bien por la convicción de que perdería mi tiempo haciendo cualquier otra cosa-, comencé a utilizar esas noches para escribir, compitiendo en una carrera absurda con el escritor argentino vivo que él desconocía por completo, llenando folios y folios de palabras que iban a ser mi respuesta algún día a lo que el escritor argentino vivo había escrito, iban a partir de allí e iban a ir hacia otro lado, que era la forma en la que él y otros lo habían hecho antes y la forma en que yo debía hacerlo también y otros lo harían después de mí. A veces me quedaba dormido, pero tan pronto como escuchaba los pasos volvía a escribir, allí donde lo había dejado y como impulsado por un mandato superior y anterior a mí mismo que adquiría la forma de una enseñanza literaria aparentemente destinada sólo a mí, una cierta clase de literatura sólo para mi beneficio y resumible en apenas una palabra repetida hasta la náusea: trabaja, trabaja, trabaja. Yo trabajaba. No importaba mucho lo que escribía, yo mismo lo he olvidado. Sabía que lo que escribía no iba a ser aceptado siquiera por las revistas subterráneas -que representaban el espectro más triste y subterráneo del subterráneo mismo- donde yo había publicado antes, beneficiándome, supongo, de la condescendencia con que ciertas almas pródigas alaban las obras de la juventud y de la imprudencia, pero yo seguía escribiendo y, en algún momento, tenía cinco o seis relatos, uno de los cuales era relativamente bueno. En él no moría nadie -lo que, desde luego, era toda una novedad para mí- y nadie parecía salir escaldado de alguna situación violenta y terrible. En realidad, el relato era como un sueño, un sueño de esos plácidos que tienes cuando te quedas dormido bajo el sol y de los que es tan poco placentero despertarse. Los escritores de provincias suelen ser rescatados de su sueño de convertirse en escritores, que es un sueño terrible que cuesta mucho abandonar, cuando sus padres mueren en sus provincias y les dejan una casa o una pequeña fábrica o, en el peor de los casos, una viuda y unas cuantas bocas que alimentar y el escritor de provincias debe regresar a su provincia, donde invariablemente acaba poniendo un taller de literatura; allí, predica las bondades de la capital y convence a sus alumnos de que allí sucede algo realmente y los alumnos acaban marchándose más pronto que tarde a la capital y así se repite todo el ciclo, como el ciclo del nacimiento de las ranas. Yo sabía ya que mis padres no iban a morir en algún tiempo y que, como quiera que fuese, yo no iba a abandonar, iba a seguir soñando el sueño de la literatura y que ese sueño era personal e intransferible y no podía ser compartido sino a riesgo de ser malentendido por completo, pero también sabía que había aceptado el malentendido y había decidido no resistirlo más y estaba dispuesto a ser arrastrado por él como un mal viento adonde quiera que quisiera llevarme.

11. Un día, el relato que era un poco menos malo fue aceptado por una revista importante. No por una de esas revistas que se proyectaban un poco más allá del subterráneo, sino por una revista importante, una de esas revistas en las que supuestamente sólo publicabas si conocías a alguien de la redacción y te lo habías follado. Bueno, yo no conocía a nadie de la redacción y por lo tanto no me había follado a nadie pero allí estaba, publicando en esa revista uno de los relatos que había escrito en las noches en que escuchaba los pasos del escritor argentino vivo ir y venir toda la noche de una estantería imaginaria llena de libros a una imaginaria mesa de trabajo y esos pasos eran un mandato y una enseñanza acerca de que sólo el dominio de la técnica mediante el ejercicio incesante convertía a uno en un buen intérprete, de sí mismo y de los demás, es decir, en un escritor.
Unos días más tarde, cuando había pasado ya algo de tiempo y mi cuento había salido publicado en la revista en la que sólo podías publicar si conocías a alguien en la redacción y te lo habías follado y yo había escrito otros cuentos y había publicado dos de ellos y había sido seleccionado para integrar una antología de escritores jóvenes, una de esas antologías cuyos índices uno relee diez años después de publicadas y siente tristeza y miedo, volví a encontrarme con el escritor argentino vivo en el ascensor y reuní el coraje para atajar una conversación sobre la mujer que hacía dos semanas que no venía a limpiar las escaleras y le dije que lo escuchaba todas las noches. No recuerdo cómo se lo dije exactamente, pero recuerdo en mi frase las palabras noches y casa y escribir y sé y escritor, y recuerdo su cara de desconcierto y preocupación y, ahora sí literalmente, recuerdo que me respondió que su hijo había estado teniendo fiebre y que él se había pasado las noches dormitando en el sofá y yendo varias veces por noche a medir la temperatura al niño o simplemente a acurrucarse a su lado y pensar que todo iba a pasar rápido. Me dijo también que esos días no había podido escribir nada y que, por primera vez en su vida, eso no le había importado en absoluto. Yo bajé la cabeza y le pregunté cómo se encontraba ahora el niño y él dijo que bien y me mostró un camión que acababa de comprarle. El camión era rojo y tenía una manguera y llevaba consigo a unos bomberos que parecían estar dispuestos a atravesar las llamas del infierno para salvar a un niño de la enfermedad y de la muerte. Yo me quedé sin saber qué decir e incluso el escritor argentino vivo tuvo que darme un ligero empujón para que saliera del ascensor al llegar a mi piso. Unas semanas después, pero una cosa no tiene relación con la otra, me marché del país, y poco después lo hizo el escritor argentino vivo. Él siguió escribiendo y yo seguí haciéndolo también; en el origen de todo ello había una enseñanza involuntaria y un misterio y un mandato que yo había aprendido de él sin que él lo supiera y que jamás le contaría, no importaba cuántas veces volviera a toparme con él. Una vez, sin embargo, le pregunté si él también había tenido un maestro secreto, alguien de quien imitar al menos la entrega absoluta a la literatura y sus mandatos contradictorios, y el escritor argentino vivo me entregó un ejemplar del libro de un escritor argentino muerto y sonrió y yo, al menos por una vez, pensé que siempre era así, que los escritores que amamos nos sirven de consuelo y de ejemplo a menudo sin que ellos lo sepan siquiera y que en ese sentido son tan imaginarios como sus personajes o las tierras que imaginan y pueblan.

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